Hacía mucho calor, tanto que después de hacer el amor no habíamos dormido ni dos horas cuando note su mirada en mi cara.
Abrí los ojos y miré los suyos, tan verde oscuro, o tan negros, o tan las dos cosas, con un brillo intenso y profundo que taladraba mi cerebro como si pudiese ver lo que pensaba.
Abrí los ojos y miré los suyos, tan verde oscuro, o tan negros, o tan las dos cosas, con un brillo intenso y profundo que taladraba mi cerebro como si pudiese ver lo que pensaba.
"Mucho calor"- me dijo sonriendo. Asentí.
Hacía tanto calor..., tan húmedo que costaba respirar y tan sofocante que cualquier movimiento suponía un esfuerzo sobrehumano.
Se levantó extendiéndome la mano. Me llevó hacia el salón, junto a la ventana de lo que debió ser años atrás una terraza, desnudos, en silencio para evitar despertar a su primo que dormía en la habitación contigua, con la puerta abierta esperando inútilmente sentir alguna corriente.
"¿Te gusta?"- me susurró al oído mientras señalaba con el dedo la fantástica vista. -"este es el motivo por el que elegí esta casa".
La visión era tan hermosa e hipnótica que resultaba imposible retirar los ojos de los cuatro minaretes y la magnífica cúpula de la que fue, sin duda, reina de construcciones, símbolo de imperios que se consagraban adaptando sus paredes y manteniendo en capas siglos de arte e historia que aun hoy bullen en sus muros, columnas y escaleras. La iluminación de la noche la hacía aún más fascinante y mágica, impidiendo que mirase a su compañera, más admirada por muchos y carente de importancia para mí al lado de su divina sabiduría.
Podía notar cómo su aliento en mi espalda me cortaba la respiración. Adoraba su aroma mezclado con sudor y el humo de toda una tarde fumando en Çorlulu Ali Paşa Medresesien, donde me enamoró mientras narraba con calma la importancia que, el día de mi cumpleaños, tenía para su pueblo. Sentí cómo todo mi vello se erizaba al contacto de su barba cuando me besaba el hombro, como si una corriente fresca hubiese entrado por la ventana acariciando junto con sus manos mi cuerpo.
Esa noche hicimos el amor como si no hubiese nada que perder, como si tantos siglos de historia y luchas de poder nos hubiesen poseído en la capital de una Europa aun inexistente, que solo pudiese conquistarse tras invadir nuestras pieles.
A la mañana siguiente salí sin hacer ruido, sin mirar atrás, sabiéndome observada por sus ojos kurdos que seguían mi espalda desde la terraza donde nos habíamos amado, esa terraza a la que nunca volvería y que tantas veces rememoraría en el calor de la noche madrileña.